Conviene reganar el protagonismo del corazón en el ámbito educativo, conseguir que el educando se active emocionalmente, se sienta verdaderamente afectado. Al igual que la dieta alimentaria también la dieta educativa ha de ser cardio-saludable. Es cierto que si es sola nuestra razón la que se pronuncia en la tarea de educar sólo cabe espera que otra cabeza responda. Pero si es nuestro corazón el que se expresa, sin menoscabo –claro está- de la razón, cabe esperar que otro corazón se implique. Dicho de otro modo, cuando habla el corazón siempre habrá otro corazón que escuche.
Tenemos que propiciar este carácter relacional de la educación, el milagro del encuentro, para que la tarea de educar sea eficiente, y ello significa que tiene -para quienes están concernidos por ella- un significado (1), que ha de “tocar” todas las dimensiones de la persona, superando cualquier visión antropológica reduccionista (2) y que debe propiciar una comprensión holística de la realidad (3).
En cuanto a la primera de las cuestiones debemos afirmar que nuestro relato tiene que tener un significado, un interés para quien escucha. Debe referir a la experiencia común del educador y del educando. Desde esta óptica no se puede tocar emocionalmente al alumno si se le aísla de su entorno vital. La Escuela está dentro de la vida y ha de prepararnos para la vida. En cuántas experiencias de aula no resuena todo aquello que nos problematiza. Cada uno de nosotros experimentamos la vida como problema y, por ende, demandamos respuestas, sentido, significado.
De ese modo se produce un descentramiento, nuestro centro de gravedad existencial sale de nosotros y nos impele a estar siempre caminando. La utopía sirve justo para tensionarnos, mantenernos siempre en actitud de caminar, de orientarnos hacia aquellos que prefigura el verdadero significado de nuestra vida. Sólo anhelando lo imposible realizamos lo posible. Así pues, uno se descubre auto-entregándose, deviene su verdadera identidad cuando se vierte hacia el otro. La existencia sólo avanza cuando se vive como pro-existencia. Sólo existiendo para los demás acontece el milagro de encontrarse a sí mismo. El gran maestro de Nazaret lo expresaba en estos términos: quien pierda su vida, la salvará”.
La experiencia educativa tiene que circunscribirse en estas coordenadas de des-centramiento y auto-entrega. Y ello vale tanto para el educador como para el educando. Se establece así una complicidad vital y creativa, tensada de significados, de sentido. Dicho sea de paso, ese sentido no se reduce nunca a mera cuestión abstracta, pues a cada uno le está reservada una precisa misión. Lo que queremos decir es que la tensión dialéctica que se establece entre quien enseña y aprende ayuda creativamente a cada cual en su tarea de enseñar y/o aprender. No olvidemos que la propia esencia humana radica en su autotrascendencia, estar ordenado a algo o a alguien, entregarse decidida y apasionadamente a una misión.
Respecto a la segunda cuestión, urge superar planteamientos reduccionistas de lo humano. La educación, ya lo hemos dicho, no compromete sólo el nivel de las ideas, también ha de implicar al cuerpo. Sabemos que todo nuestro mundo, psíquico y pneumático, transpira a través del cuerpo. No somos tres centros tricotómicamente considerados. El cuerpo, si no quiere perecer en su propia autosuficiencia hílica, reducirse a mera materialidad, debe ser cauce de expresión de ese mundo espiritual y racional que abraza. El cuerpo está para posibilitar la relación con el otro y lo hace a través del lenguaje gestual, del apasionamiento, del asombro, incluso de la rebeldía.
El “pneuma” no es más que el espíritu que se afirma dinámicamente a sí mismo en la apertura del yo al tú. Ese espíritu se intercomunica mediante el cuerpo, es éste último cauce y posibilidad de expresión del primero. Por eso, un cuerpo que sólo se expresa a sí mismo se acaba depauperando y consumiendo en su propio narcisismo. Por otro lado un espíritu que no se expresa mediante la expresividad corporal se acaba evaporando por inconsistente. En palabras de Ferdinand Ebner “sólo mediante la capacidad de relación puede el hombre vivir en el espíritu”.
Por tanto, no hay verdadera educación sin articular corporalidad y espiritualidad. La interioridad que transpira, que se deja ver mediante la expresividad corporal, hace posible el auténtico encuentro educativo. Hace posible el poder empatizar, ponerse en el lugar del otro, saber cómo al otro le afecta las verdades que se habilitan en la tarea educativa. De este modo se produce una verdadera experiencia de encuentro.
Y concluimos desarrollando la tercera cuestión. Ya lo hemos dicho, la buena educación ha de saber dar una buena orientación. Tener sentido equivale a estar bien orientado. Cualquier orientación equivocada nos precipitará a una falta radical de sentido. En ese sentido una educación fundamentada relacionalmente supone aceptar el carácter holístico de la realidad. La realidad es en sí misma reticular y por ello no somos nudos aislados. Cada uno de nosotros está insertado en un todo mayor y, al mismo tiempo, en cada uno resuenan las características del todo. Somos, en este sentido, un microcosmos.
Desde esta perspectiva, la tarea educativa ha de tomar en serio este axioma. La educación si realmente nos estimula a la búsqueda de respuestas y significados, no puede caer en una presentación fragmentada de las verdades que enseña. El universo es en este sentido maestro pues nos enseña a convivir con todas las diferencias. En él se da una verdadera democracia cósmica en la cual todo está incluido y de todo se sacan nuevas estructuras ordenadas. Ello nos invita a ser más humildes y acogedores con todos los seres de la creación. Es más, por estar impregnados de espíritu, todos los seres deben ser respetados como tales. El sentido que antes reclamábamos para la persona humana, adorna a todos los seres que componen esta macro-estructura ordenada y dinámica que llamamos cosmos.
La educación, seriamente tocada por una visión fragmentada de los saberes, se aleja en buena medida de este principio. El carácter relacional que defendemos en la tarea educativa ha de situarse en este otro nivel de la comprensión holística, ha de ser una invitación a la sinergia. Si todos somos interdependientes, como lo ha sido desde el origen de nuestro universo, estamos llamados a ser sinfónicos, a trabajar sinérgicamente, a establecer pautas de trabajo cooperativo. El saber fragmentado e hipertróficamente especializado, nos aleja de nuestra propia esencialidad. Urge recuperar esa cualidad inherente a todas las criaturas del cosmos: la interdependecia, la reticularidad y la sinergia.
Esta visión holística nos educa en la solidaridad. No olvidemos que el ser humano más que individualidad, es especie. Ello provoca un dinamismo centrífugo abriéndonos al mundo y dilapidando nuestras inercias narcisistas. Más aún, si educamos en esta perspectiva trabajaríamos en favor de un entorno más saludable y habitable. En efecto, el mundo cambio si yo cambio, pues el mundo resuena en cada uno de nosotros, y cada metanoia que acontece en cada ser humano, se traduce en un cambio positivo del mundo.
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